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  • Foto del escritorMartín Caballero Rigal

COVID Dinamarca y España, Parte II: la universidad y el aeropuerto

Martín Caballero Rigal,

Albacete, 10/12/2020


La primera parte de este artículo se publicó la semana pasada. Para la completa comprensión de esta parte, se recomienda leer la primera antes.


Y… ¿En serio los de la residencia/universidad no hacían nada? Mi conocida, en su texto, también se metía con las administraciones españolas. No seré yo el que las defienda, pero desde luego, no lo han hecho peor que las danesas. Lo explicaré de este modo: como he dicho, nadie de fuera podía entrar a la residencia, ni mucho menos quedarse dormir. Solo el “titular” de la habitación. Una vecina de mi planta llegó con su novio a Dinamarca. El novio estuvo viviendo con ella dos meses en su habitación. Dormía allí, comía con nosotros en la cocina común, hacía las tareas de la cocina que le tocaban a su novia y recibía a los de mantenimiento de la residencia cuando iban a arreglar algo. Teníamos cada uno un buzón en el jardín frontal. Llegó a poner su nombre junto al de ella en el buzón. Cuando se marchó, fue porque se iba a vivir a otro sitio, no porque nadie les echara la bronca. Esto no suponía ningún problema de covid porque ellos, precisamente, eran los que menos contacto social tenían de toda la residencia. Pero sirve para reflejar la absoluta dejadez administrativa en cuanto a, llamémoslo enforcement, que hay en ese país.


Al mismo tiempo que pasaba todo esto, mi residencia habitual de Madrid, de la Carlos III, se ha ensañado (con toda la razón, pues el 25% de los casos de la UC3M se dan en las residencias, que solo alojan al 5% de los estudiantes) con todo el que no cumplía las reglas. Ha expulsado temporalmente a algo así —hablo sin saber— como un cuarto de los residentes. Puede que haya habido fiestas con exceso de participantes fuera de la misma, pero si ha habido una dentro, por lo menos los participantes se han ido un mes a su casa.


La universidad danesa era totalmente incoherente. Por un lado, contrató a un ejército de “azafatos” que iban con chalecos naranjas diciéndote por dónde tenías que ir y obligándote a echarte gel; llenó sus edificios, las comunicaciones oficiales y el aula virtual de mensajes de “together, 2 metres apart” y campañas similares; y redujo a la mitad las plazas de la biblioteca. Por otro, mantuvo el mismo aforo en cafeterías y zonas de comedor, donde uno estaba comiendo codo con codo con completos desconocidos; no obligaba a llevar mascarilla en las clases; y organizó una semana de introducción presencial para todos los alumnos, en la que muchas de las actividades contaban con más de 100 participantes sin mascarilla. Ahí el ridículo fue máximo: a los Erasmus nos separaron en dos grupos, de más de 100 cada uno, justificándolo como grupos burbuja para que, si había contagios en uno, no se pasasen al otro. En las residencias había gente de los dos grupos, que comían juntos en cocinas comunales y en general hacían vida juntos, con lo cual, si todo un grupo se hubiese contagiado, el covid habría tardado menos de unas horas en saltar al otro grupo. Pero eso no es lo peor. El último día de la semana de introducción hubo una fiesta. A la que fueron todos los grupos. Los dos de Erasmus, y algunos de carreras normales, incluso de máster. No sé cifrar cuánta gente había allí, más de 300/400 sin problema (era un edificio de cinco plantas, con un patio propio). No había mascarillas y todo el mundo hablaba con todo el mundo, cambiando de grupo cada dos por tres. Eso sí, no se podía bailar. Porque estar de pie en una fila de 200 personas esperando para entrar al local, todos pegados a otros, o ir hablando de grupo en grupo, contagia menos si no hay música. Brillante. La policía se presentó y se paseó por el local. Los de seguridad avisaron antes de que entraran para que todo el mundo fingiera que estaban muy separados y sentaditos en grupos pequeños. La fiesta estaba organizada por la universidad. Concretamente, por la oficina internacional. Eso sí, cuando ibas a la oficina internacional a pedir un papel o recoger un paquete, te recibían detrás de seis pantallas de plástico, tenías que llevar mascarilla y te pedían que te echaras gel.


Arriba: captura de pantalla del Instagram del local de la fiesta final de la Semana de Introducción, en la que se ve una parte del patio, abarrotada de estudiantes.

Abajo: captura de pantalla del grupo de FaceBook de los organizadores de la Semana de Introducción, en el que se explica que, como el covid no permite hacer un tour guiado (ya habíamos hecho dos tour guiados antes de eso, esa misma semana, ¿qué narices?), en lugar de eso iremos 300 personas a una fiesta, porque eso el covid sí lo permite (sic).


No puedo acabar este artículo sin mencionar los controles de los aeropuertos de ambos países, pues esta era otra de las grandes críticas de mi conocida. Ni al irme (Barajas) ni al volver (Alicante) me encontré a ningún empleado de AENA ni de ninguna tienda o compañía aérea con la mascarilla mal puesta. Probablemente hubiera alguno, pero yo no me lo encontré. Clientes sí, decenas, igual que en Dinamarca. En el aeropuerto de Copenhague, los encargados de ayudar a facturar la maleta — que se acercaban a menos de un metro de ti y tocaban tu maleta — llevaban la nariz tan fuera que un poco más y se les salía la boca también (pasaron dos policías y no les dijeron absolutamente nada), y los encargados de cafeterías y restaurantes se la quitaban en cuanto se alejaban un poco de los clientes.


A los aeropuertos españoles solo se puede entrar con una tarjeta de embarque, y hay policías controlándolo en todas las puertas. Cualquiera puede entrar a un aeropuerto danés y pasearse a su antojo.


Al salir de España no me pidieron nada. Al llegar a Dinamarca, supuestamente, por venir de una zona de riesgo (España), tenía que llevar prueba documental de que tenía una razón de peso (“worthy purpose”) para acceder al país. La llevaba. No me la pidieron. Según la web de la policía, también tenía que hacerme una PCR en el centro de covid del aeropuerto y luego confinarme durante tres días a la espera de los resultados. Lo hice, pero, si no lo hubiera hecho, tampoco se hubiera enterado nadie. Además, fui yo el que se informó de todo esto. Si no lo hubiese buscado por mi cuenta, tampoco me hubiera enterado. Control cero.


Al volver a España, tuve que presentar un formulario médico y una declaración responsable por internet. Me pidieron que presentara el código QR primero antes de subir al avión en Dinamarca y luego al bajar del mismo en España, donde también me tomaron la temperatura. No es que sea mucho control, pero por lo menos había alguno.


Se me podría decir que la escasez de casos en Dinamarca justificaba todo lo que he contado. Es cierto que cuando yo llegué había muchos menos casos, proporcionalmente, en Dinamarca que en España. Pero contestaré que no. Ayer hubo en Dinamarca 3.100 casos detectados, de acuerdo con la Johns Hopkins University. El máximo histórico. A igual población, eso serían 24.853 casos en España. El máximo histórico en nuestro país, según el Ministerio de Sanidad, son 24.765. “Mejor prevenir que curar”. “No hay que relajarse”. “No hay que confiarse”. Son tres frases que las autoridades, aquí y en todas partes; a nivel regional, nacional e internacional, se han inflado a repetir. Bueno, pues ahí tenemos lo que pasa si te relajas y te confías. Cuando llegué a Dinamarca se podía ir sin mascarilla a todas partes. Mientras estaba allí, lentamente iban aumentando los sitios donde había que llevarla. Al poco de haberme ido, cerraron la universidad y los comercios no esenciales.

 

*Martín Caballero es, a fecha del artículo, estudiante de tercer año de Derecho y CCPP en la UC3M y estudiante Erasmus en la Copenhagen Business School. También es Secretario General de la Asociación de la Prensa de la UC3M y trabaja a tiempo parcial como traductor.

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