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  • Cristina Sánchez de Lara

El Antihéroe

Actualizado: 7 mar 2022

Cristina Sánchez de Lara*,

06/03/2022, Madrid


Hace ya mucho que los protagonistas dejaron de ser héroes. No ignoro a los fans de semidioses o renombrados titanes, ni a los pertinaces fieles que se asientan en la dicotomía entre el bien y el mal que persigue la ciencia ficción. Sin embargo, es cierto que el personaje de hoy se nos puede presentar débil, imperfecto, humano. Incluso desesperado y derrotado, carcomido y pútrido.


No pretendo repudiar al personaje cinematográfico como sujeto evolutivo de las artes, pero habré de centrarme más profundamente en este caso en la estrella novelesca. Una estrella que aparece apagada en multitud de ocasiones, que deja de basar su historia en la aventura para dedicarse a la supervivencia más compleja; la cual puede referirse a la batalla que se libra contra las fuerzas exteriores que rige la existencia, o a la verdadera guerra interna.


Los escritores adoran encarnar en sí mismo lo que representa el agotamiento, el conformismo vital, el spleen; rotular artificialmente lo que son escisiones de sentimientos rotos. Y lo más cierto de ello es que este hecho nos facilita la identificación personal, nos encontramos reconocidos en la obra, reafirmados; e incluso enaltecidos por ella. Justifica una parte de nosotros, esa de la que todos somos conscientes e inevitablemente tratamos de rechazar. Ese afán por el personaje destruido, la simpatía y extrema conexión con la víctima, me hace preguntarme insistentemente de qué estamos hechos.


Thomas Mann bautizó este asunto en La muerte en Venecia como “el milagro de la ingenuidad renacida”, del cual plantea que, si comprenderlo todo es perdonarlo todo, si somos capaces de vernos – además claramente, sin tapujos – a través de la ruina ficticia, si nos disculpamos no solo el desperfecto, sino también la perversión a través de la contemplación de otros que se personan como iguales; ¿no es una cuestión de moralidad e inmoralidad al mismo tiempo dar vida al daño?


Alcanzamos la tolerancia de su actitud y naturaleza con espeluznante sencillez. Conseguimos entrever al mártir en el propio asesino, razonar su odio y sus pecados mortales, creerlo a su vez damnificado, herido, muerto. ¿Es esa la nigromancia que oculta la fantasía, o simplemente una infracción imperdonable del artista? Tal vez ambas.


Dicho esto, es indudable que nos acercamos peligrosamente al reflejo de nosotros mismos cuando chocamos con la personificación de lo adverso. Este hecho parece incuestionable, e inexcusablemente soportable para aceptarnos, en mayor o menor medida, como lo que vemos. Entonces, la pregunta real consiste en este punto en cuál es la responsabilidad correspondiente del creador, del omnisciente que bosqueja las líneas inmundas que deconstruyen al individuo sin volver a estructurarlo, del cruel que aplasta y deforma la conciencia tanto de su creación como de su público. Hay dos posturas claramente definidas en cuanto a esta materia. Por un lado, críticos de quienes juegan a su antojo con la reflexión y perspectiva maliciosa del sujeto, pretextando un compromiso intrínseco del escritor hacia su cometido comunicador. Por el otro, el innegable “la ficción es ficción”.


Sin embargo, nadie queda indiferente tras sentir que la maldad ajena también reside en uno mismo. No podemos mostrarnos impasibles o indolentes, no es casual ni fortuito. Reconocerse en ello es, en muchas ocasiones, un proceso complejo. Consiste en confesarse, admitirse, consentirse, y hasta perdonarse por las cosas que uno sabe que puede hacer o pensar. Una intromisión de las palabras en el abismo en que nos sustentamos, un golpe al santuario. Un ataque al pensamiento que declararé, en contra de multitud de discursos, cuanto menos, sano.


Pero no solo hemos de fijarnos en la aprehensión de lo que podemos llegar a ser, y se manifiesta desvergonzadamente ante nosotros; sino también en lo que supone respaldar y proteger al personaje injusto, nocivo, enfermo. Me pregunto si forma parte de esa estrategia artística que justifica los retazos más lóbregos y egoístas de nuestra esencia, o nos hace más humanos. Teniendo en cuenta que, desde un punto de vista muy positivo, la humanidad no pueda relacionarse con la primera cuestión. Mas, no sabré si por desgracia, sí lo hace.


¿Hemos de culpar al autor, por tanto, por enseñarse humano; o agradecer su clandestino entrometimiento en nuestros escondrijos más oscuros? ¿Cómo de malvado ha de ser para conocer los secretos con los que podemos llegar a enloquecer los mortales?


Por otra parte, la historia en sí misma puede apoderarse igualmente de la percepción ética del lector. Si podemos considerar a un protagonista venenoso como sujeto que merece total benevolencia, ¿cómo no hemos de adivinar el bien en una crónica vil y demagógica? ¿cuánto podemos llegar a excusar la infamia?


La inmoralidad, presentada de esta forma, promueve la pérdida del significado entero de la crueldad; aunque no dejará por ello de encarnar el fondo que describe nuestra sustancia. Perdonaremos, en cualquier caso, e independientemente de la circunstancia; y el perdón, además, nos hará más libres.

 

*Cristina Sánchez de Lara es, a fecha del artículo, estudiante de primer curso de Estudios Internacionales y Derecho en la UC3M.


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