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  • José Daniel García Antúnez

En contra del debate, a favor del diálogo

Cuando hablamos de democracia siempre se nos llena la boca de grandilocuentes palabras: libertad, revolución, debate, etc. Como habrás podido averiguar, es esta última la que me causa rechazo.


José Daniel García Antúnez

Getafe 03/02/2023

 

—¡Totalitario!

Un momento, por favor. Déjame explicar esto.


Cuando imaginamos un debate, solemos pensar en los típicos que se celebran antes de las elecciones, donde los principales políticos tratan de hacer valer sus ideas –rechazando las del resto–. Las portadas de los grandes periódicos se llenan de ambiciosos titulares, dando como ganador al candidato más afín a su línea editorial.


El fin es sencillo: ganar. [...] Si pretendemos extender el debate a lo largo y a lo ancho de la vida pública, caemos en que muchos ciudadanos quedan excluidos.

Si pensamos en un sentido más histórico, tal vez se nos venga a la cabeza la democracia griega. Ese ideal al que solemos asociar una capacidad socrática de diálogo. La verdad es que, en la actualidad, el debate no tiene nada que ver con la mayéutica. Ni mucho menos.


Podemos definirlo como una discusión organizada. El fin es sencillo: ganar. Es una competición entre dos o más interlocutores. Pero esto no solo ocurre en el ámbito más “deportivo”, sino que también en el personal y el político. En otras palabras, el debate sigue una lógica instrumental. Este es un mero trámite para constatar la supremacía de tus ideas. ¿La herramienta? La retórica.


Esto es un verdadero problema. Para empezar, en el transcurso de la discusión nos solemos sentir atacados. Nos ponemos a la defensiva. De entre nuestros poros salen a relucir pequeñas señales de soberbia, y dejamos a un lado nuestras ideas para luchar por una causa más personal. No pretendemos buscar la verdad ni llegar a conclusiones racionales. De hecho, seguramente cada uno acabe reafirmándose en sus posturas. Este ambiente —en ocasiones, bastante hostil —no es propicio para todo el mundo. Hay gente que de forma genuina disfruta. Eso está bien. Sin embargo, hay personas más introvertidas que no se sienten cómodas. Si pretendemos extender el debate a lo largo y ancho de la vida pública, caemos en que muchos ciudadanos quedan excluidos.


He de aclarar que no considero el debate como el origen del mal. En la práctica, es útil para determinadas situaciones, sobre todo en el mundo académico. Sin embargo, creo que nuestras democracias deberían guiarse por otros mecanismos. Entonces, si dejamos de lado el debate como método para conseguir sistemas más libres y participativos, ¿qué nos queda?


El diálogo es un fin en sí mismo. Se trata de llegar, mediante la charla y la argumentación, a conclusiones tanto prácticas como teóricas.

La propuesta que te traigo es la del diálogo. Es cierto que, por lo general, se suelen usar estos términos de manera indistinta. No obstante, estos son bien diferentes. A diferencia del debate, el diálogo es un fin en sí mismo. Se trata de llegar, mediante la charla y la argumentación, a conclusiones tanto prácticas como teóricas. En él, no hay ganadores ni perdedores, por lo que la gente tiende a estar más abierta a cambiar de opinión. Por las reglas de este, se permite crear un ambiente mucho más inclusivo y cómodo para todo el mundo.


También es cierto que la situación ideal de diálogo es compleja. Depende de muchos factores. Uno de ellos es una buena moderación de este. Se debe realizar desde el respeto y la buena voluntad. Por su parte, encontramos obstáculos tales como la propia ideología. Si seguimos un sistema de ideas de manera dogmática, es difícil que estemos dispuestos a aceptar otras que difieran de las nuestras.


Tal vez, la mejor solución sea institucionalizar el diálogo. [...] Propongo el diálogo para hacer valer la intersubjetividad.

¿No te parece que en el espacio público debería haber sitios seguros para el diálogo? Cada vez son más personas, sobre todo jóvenes, las que afirmamos que no nos sentimos representadas por los partidos políticos. Tal vez, la mejor solución sea institucionalizar el diálogo. En la actualidad, es complicado que, como individuos, nuestras ideas sean escuchadas. Sí, existen asociaciones y demás plataformas ciudadanas, las cuales son necesarias en democracia; sin embargo, deberíamos preguntarnos qué poder tienen las bases de estas —hecho que varía según la organización— y hasta qué punto hay flexibilidad y capacidad de síntesis en su discurso. Con esto no quiero decir que el consenso colectivo deba subordinarse al individuo. Se debe analizar cuán capaz es el individuo de aportar sus ideas dentro de la asociación.


Tras explicar esto, es posible que nos surja la duda: ¿puede aplicarse el diálogo a la política? La respuesta corta: sí. La respuesta larga es algo más enrevesada. Primero, vamos a empezar por la raíz. La política más cercana al individuo, por norma general, es la local. Tanto en las grandes ciudades como en los pequeños pueblos. El municipio es la institución que más puede ser influenciada por los ciudadanos. Esto se debe a sus menores dimensiones. Al final, en la política nacional tenemos poder en tanto que votamos, nos manifestamos, etc. Hace falta reunir un gran número de apoyos para llevar al escenario público cualquier cuestión. En el término de una localidad, las cantidades son más asequibles. Y no solo eso, sino que la política municipal está mucho más informalizada que la nacional o regional. Lo más habitual es que al alcalde de un pueblo le conozca la mayoría de vecinos. Si bien es cierto que en ciudades como Madrid esto no es del todo así, existen fuentes de poder más cercanas al ciudadano, organizadas por barrios, distritos, etc.


Deambula por la mentalidad colectiva la idea del elitismo. Creemos que nuestros gobernantes deben ser los más preparados, los más capaces, los más eficaces… Sin embargo, es curioso: ¿puede haber algo así como un súperpolítico? ¿Quiénes son? Los términos para evaluarlos son lo suficientemente ambiguos para deducir que no existe tal cosa. ¿Es mejor un teórico o un tecnócrata? ¿No tienen los dos una ideología?


Lo que quiero decir con todo esto es que la política tiene un gran componente subjetivo. Es por ello que propongo el diálogo como medio para hacer valer la intersubjetividad. El consenso es posible, y muchas veces es más pragmático que una situación elitista del poder.


Así, hay quien podría no estar de acuerdo con esto, que afirmaría que solo los más preparados deben tomar las decisiones. Esto es dibujar una imagen irreal de lo que es la política. Hay medidas que no necesitan un conocimiento profundo sobre nada en particular. Alguien que no comprenda el conflicto en Ucrania, por ejemplo, puede proponer ideas válidas y útiles para su localidad. No hace falta hacer un doctorado para llevar al escenario público propuestas como: crear más espacios verdes, rehabilitar una biblioteca, etc. Estos son ejemplos sencillos. Lo importante es darnos cuenta de que los vecinos deberíamos tener más voz en estos asuntos, y que la única barrera que existe es la burocracia. Votar cada cuatro años a un presidente es algo pragmático, por el número de habitantes, ya que es más difícil realizar procesos de escucha amplios. Pero esto en los municipios deja de tener tanto sentido. Si es posible –en cuanto a medios– tener una democracia más directa, creo que vale la pena intentarlo.


Pese a todo, no quiero menospreciar la utilidad del debate en determinadas situaciones. Comprendo el practicarlo por diversión, como ejercicio, etc. Pero creo que no tiene sentido usarlo en la política, en general. La mayor parte del tiempo, los debates realizados en instituciones tales como el Congreso o el Senado, no son más que un mero medio de propaganda. La tribuna se vuelve un teatro de oídos sordos. No hay resolución de ideas, solo una lucha de egos.


Por todo ello, considero que, si queremos avanzar en la institucionalización del diálogo, debemos empezar por los ayuntamientos. En una situación ideal, el modelo deliberativo debería extenderse por todas las capas de la política. Es complicado. Habría que estudiar cuáles serían los medios más adecuados para la participación en España.

—Eso es una utopía.


Sí. ¿Y cuál es el problema? Si estamos de acuerdo en que es una situación ideal, y también vemos que existen vías para conseguir –por lo menos– algo parecido, ¿por qué no apuntar en esa dirección? Hay otros horizontes democráticos, como la igualdad, que pese a que son difíciles de alcanzar, no cesamos en nuestros intentos por acercarnos. No es una cuestión de estado, sino de grado.







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